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La paciencia en sus manos estaba, en sus uñas, en sus huellas. Él se trajo la sonrisa guindando del cuello, imborrable e inevitable. La paciencia la traía en sus pasos, preocupados rastros que maldecían la brisa clandestina que callaba y borraba lo imborrable e inevitable.
Torpe el pequeño que venía recogiendo esos recuerdos solitarios. Conversando con su sombra, y mirando a sus manos vacías. No eran tan pacientes pero si capases de abusar del orden de sus cabellos oxidados por el sol y la brisa. Porque se había quedado en sus tímpanos los susurros de sus pasos. El relato ausente de aquel hombre con manos pacientes y pasos distantes ya parecía haber menguado la fantasía al tener la presencia de él. Como una madera tierna al toque asolador del roció madrugador. El mocoso se atrevió a preguntarle porque la causa de la lluvia. El caminante sin vacilar le dijo que cuando lo tapa una nube, se pone a llorar el sol. Al escuchar esto sus tempranos pies se hundieron más en la arena pisada. Vacían seguían sus manos, las mismas que despeinan, abusan y despiden.
Es más corta la distancia cuando se resigna a llorar con el sol, y más triste el camino en un piso seco de gotas. Sin embargo con unas sandalias empapadas de lágrimas y sudor. Se refresca la desesperanza de unas manos vacías.
El caminante se volvió canino, su sonrisa jimia y babeaba nefastas bocanadas de saliva. Sus pisadas ya multiplicadas; dieron media vuelta y se apresuraban hasta próximos ríos donde precozmente podían bañarse en refrescantes torrentes de esperanzas falsas. El niño callo en cuenta de que las respuestas a sus dudas eran como ese perro endiablado. Ni un rumbo ni un destino fijo, así segadas por la sed de una verdad refrescante.
Ricardo
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